De la mano del tiempo

¿Nunca os ha pasado que echáis de menos cosas tan pequeñas, pero tan significativas que si os preguntaran el por qué no sabríais qué responder? No sé, algo como la Navidad. ¿Os acordáis de la Navidad de la infancia? Y diréis, ¿Navidad de la infancia? Sí, esa Navidad donde la magia lo unía todo, donde el tiempo no existía y donde la única preocupación que teníamos era qué juguetes serían los decisivos para pedir. Dónde octubre era espera, noviembre esperanza y diciembre ansias. Ansias por decorar la clase con guirnaldas, ansias por perderse por el Paseo de Gracia y ver las luces iluminadas, ansias para que llegue Santa Llúcia y contemplar los hermosos belenes delante de la Catedral de Barcelona, ansias por ir al Corte Inglés y marear a nuestros padres con la infinita lista de regalos nada más abrir el catálogo, ansias de empacharnos de turrones, polvorones y bombones.

Solamente había algo que estaba presente en todas aquellas Navidades, algo de lo cual no teníamos noción, pero que sin darnos cuenta, cambiaría nuestras vidas por completo. Ese algo era el tiempo. Y así es, el tiempo es implacable, no espera a nadie, avanza y nosotros con él. Creo que por eso, cuando éramos pequeños, todo nos parecía inmenso, sin considerar que, como un chasquido de dedos, un día nos convertiríamos en adultos. No lo sabías ni lo esperabas, pero un día, sin darte cuenta, jugaste por última vez en el parque con tus amigos, y un día, sin que nadie te lo dijera, la Navidad dejó de tener el mismo significado.

Que ya no nos emocionaría la cena familiar porque la mesa no estaría completa, que ya no bailaríamos al son de la música por lo que dirían, que ya no querríamos comer turrones por miedo a romper la dieta, y así, una serie de motivos que nos llevarían a los tiempos más oscuros, donde el árbol de Navidad quedaba en un trastero acumulando polvo.

Y es aquí cuando pongo énfasis en una hermosa greguería de Ramón Gómez de la Serna, que leí hace tiempo y que al principio tomaba a broma, pero que ahora entiendo más que nunca y que tengo grabada a fuego. Esta decía: “Cuando nos asomamos al abismo de la vejez, siempre viene un niño y nos empuja por detrás”. Y es verdad. Es en ese momento cuando las Navidades recuperan esa magia perdida, donde las luces vuelven a encenderse, donde el árbol vuelve a iluminar el salón, donde al fin revive el niño que todos llevamos dentro.