Contra tiempo

—¿Por qué te esforzás tanto teniendo tan poco tiempo, abuela? —le pregunté una tarde, cuando tenía doce años. 

El sol bañaba la cocina y dejaba en evidencia su sudor. Tanto las mesadas como su delantal estaban cubiertos con restos de chocolate, huevo y harina. 

Dentro de quince minutos, ella tenía que llegar a alguna de sus tantas reuniones. Sin embargo, estaba haciendo sus famosas galletas de chocolate para repartir por el barrio. A veces la acompañaba y, mientras más sonreían los receptores, más satisfecha quedaba la abuela. 

Me miró, perspicaz, mientras amasaba.

—Con esto, gano tiempo.

—¿Qué tiempo, abuela? ¡Estás en contratiempo!

Rio suavemente. 

—No, no, pichona. Estoy a tiempo para estar en contra del tiempo.

En ese momento confirmé mi teoría más temida:

—Algo te dieron en ese hospital, estoy segura…

Rio con ganas. 

—Puede ser, pero lo único que sí sé que me dieron es la seguridad de que tengo que esforzarme para estar en contra del tiempo.

 —Qué… especial sos, abuelita…

Llegó tarde a su reunión, claramente. 

Pensé que el tiempo le había ganado cuando falleció. Casi me decepcionó. 

Hasta que mi hermanita, una noche en mi cuarto, mientras escribía una carta aunque se me cerraban los ojos del sueño, me preguntó:

—¿Por qué gastás tanto tiempo en tus regalos?

La respuesta era obvia; siempre adoré hacer feliz a los demás con detalles. Mi boca ya se acomodaba para darla, cuando caí en cuenta y los recuerdos se arremolinaron en mi mente.

Recordé todas las veces que repartí regalos a niños solo por verlos sonreír. 

Recordé todas las cartas que hice solo por llenar de amor a alguien que quería.

Recordé las veces que hice esa receta de galletas para mis amigos solo porque sé que les encantan. 

Recordé querer dejar una parte de mí más tiempo del que se le dio a mi cuerpo. Ahora razono: quería… quiero estar en contra del tiempo. 

La abuela se ganó tiempo. Le ganó al tiempo, con su amor y legado.

Miré a mi hermanita. Le sonreí y respondí:

—Estoy ganando tiempo.