La música en vivo transformada en objeto de consumo
La fiebre por los conciertos en vivo se ha disparado en los últimos años, convirtiéndose en un fenómeno de masas que mueve cifras récord. Entre la emoción y el consumo, el directo refleja cómo vivimos hoy la música y el consumo cultural.
Si algo ha cambiado en los últimos años es la forma en que vivimos la música. Tras el parón de la pandemia, los conciertos en vivo han vuelto con una fuerza arrolladora. La necesidad de compartir experiencias, de sentir la energía de un público coreando al unísono, ha derivado en un auténtico boom. Y no solo se trata de grandes giras internacionales, sino también de artistas locales y nacionales que llenan pabellones en cuestión de minutos.
Cada mes, al menos un artista anuncia una gira que provoca el mismo ritual: colas virtuales infinitas, webs colapsadas y precios que se disparan en la reventa. Aitana, Ariana Grande, Bad Gyal, Oques Grasses, The Weeknd, Nathy Peluso o Tame Impala son solo algunos de los nombres que ya han pasado o pasarán por España en los próximos meses. Bad Bunny, por ejemplo, tiene previstas doce fechas en el país para 2026 y cada una de ellas promete llenar estadios.
Las cifras acompañan este fenómeno. Según datos de la Asociación de Promotores Musicales, en 2024 España superó los 500 millones de euros en facturación por espectáculos en vivo, un récord histórico que supuso un incremento del 26 % respecto a 2023. Y todo indica que las cifras seguirán creciendo. Los grandes festivales como Primavera Sound, Mad Cool o Arenal Sound también han batido sus propias marcas, atrayendo a públicos cada vez más diversos y turistas de toda Europa.
El directo convertido en rutina
Pero detrás de ese entusiasmo colectivo se esconde un nuevo tipo de consumo. Ir a conciertos se ha convertido, para muchos, en una especie de lista de deseos que hay que completar para ver “a todos los grandes” antes de que pase el momento. Lo que antes era una experiencia única e irrepetible ahora parece formar parte de un calendario social. Y eso plantea una pregunta clave: ¿estamos viviendo los conciertos o los estamos coleccionando?
Las redes sociales, por supuesto, han amplificado esta sensación. Ya no basta con asistir, hay que grabarlo, subirlo, compartirlo... Las luces del escenario se mezclan con las pantallas de los móviles, y en medio de la multitud alguien siempre está buscando el mejor ángulo para la historia de Instagram. Es otra forma de vivir la música, pero también una que la convierte, inevitablemente, en un producto más de consumo rápido.
Aun así, no todo en este fenómeno es negativo. Que la música en vivo se haya democratizado tiene algo profundamente humano y positivo. La posibilidad de acceder a conciertos que antes parecían inalcanzables abre nuevas formas de conexión con el arte y los demás. Lo que hace unas décadas era privilegio de unos pocos, ahora es parte de la vida cultural de millones de personas.
La música como punto de encuentro
Los artistas, por su parte, también han entendido este cambio. Las giras son hoy su principal fuente de ingresos, y los conciertos, su forma más directa de mantener viva la relación con el público. Es un intercambio. Ellos ofrecen espectáculo y nosotros presencia, atención, energía y calor para una profesión que vive intrínsecamente de su audiencia. En una era en la que casi todo es digital, esa interacción física se ha vuelto un tesoro.
Claro que, como todo lo que se masifica, corre el riesgo de perder su magia. Cuando ir a un concierto se convierte en un hábito más, tal vez olvidamos por qué nos emocionaba tanto la primera vez. Quizás la clave esté en recuperar ese asombro, en elegir mejor qué experiencias queremos vivir y no simplemente acumularlas.
Porque, al final, asistir a un concierto no es solo escuchar música. Es sentir el ritmo en el pecho, ver cómo una voz llena un estadio, emocionarse junto a desconocidos que cantan lo mismo. En última instancia, es un acto de entrega y de comunión.
Puede que el fenómeno sea masivo y que suene a consumismo, pero también responde a algo profundamente bello, como el deseo de vivir el arte con todos los sentidos. No se trata solo de poder ver a todos los artistas que queremos, sino de querer verlos, de estar ahí, presentes, formando parte de algo que sucede una sola vez. Y quizá, en ese impulso colectivo por seguir yendo y seguir sintiendo, se encuentre una de las pocas formas de consumo que todavía nos hace más humanos.